La pesca constituye, para la humanidad, una fuente importantísima de proteínas, de generación de empleo y beneficios económicos (unos 100 millones de personas viven de esta actividad). Pero su explotación debería administrarse adecuadamente si se quiere que su contribución al bienestar económico y social sea sostenible, disuadiendo las actividades de los buques que depredan el recurso.

Optimizar la explotación no solo es una cuestión económica sino una “responsabilidad social”, más aún cuando se trata de un recurso natural del Estado, donde éste da en concesión transitoria su explotación a las empresas, y no para que éstas hagan lo que quieran con él, sino para generar divisas; llevar adelante un plan de ocupación estratégico del Mar Argentino; poblar las ciudades y pueblos portuarios del litoral marítimo; crear plantas de transformación industrial de las especies capturadas; generar el máximo valor agregado a partir de las materias primas básicas; crear empleo estable; fomentar la cultura del trabajo; promover hábitos alimentarios saludables para mejorar la dieta y la salud de la población y el bienestar general de la comunidad. Todo ello cumpliendo determinadas obligaciones biológicas para asegurar una explotación sostenible.

Se estima que la explotación pesquera extranjera se lleva del Atlántico Sur un millón de toneladas anuales y las estadísticas oficiales indican que Argentina desembarca unas 800.000 toneladas/año. A ello, debemos agregar que los buques extranjeros realizan importantes descartes al mar y los nacionales unas 300.000 toneladas anuales de pescados, considerados sin interés comercial o como producto de la pesca incidental (bycatch) cuando se captura langostino. Se suman en esta depredación las capturas de individuos juveniles (del 35% al 70%) o adultos en proceso de reproducción. El Estado está ausente para asegurar una administración adecuada de los recursos que debieran disponer las generaciones venideras.